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J.M. Ruiz Soroa: «Amenazas actuales de algunas libertades básicas: el control de los discursos y la presencia de la religión en la esfera pública»


J.M. Ruiz Soroa. Imagen extraída de «El País«, obtenida de CABALAR (EFE).

Buenas tardes, señoras y señores.

Agradezco a los organizadores mi invitación a participar en esta reunión con mi opinión sobre los temas señalados en el título, así como a ustedes su presencia y paciencia ante la exposición de mis ideas, que me hubiera gustado fuera presencial pero que la casualidad ha querido que tenga que hacerla de esta manera indirecta por persona interpuesta.

El objeto a tratar es doble. Por un lado, se aborda la situación actual de la libertad de expresión, un derecho fundamental garantizado en el art. 20 de la CE, pero que en la opinión de muchos está siendo limitado ilegítimamente y de una forma excesiva en la lucha contra el llamado discurso del odio y el negacionismo de crímenes contra la humanidad. De otra parte, el problema ya antiguo de la presencia de la religión, o si quieren de los símbolos religiosos, en la esfera pública con la alternativa más abierta o más cerrada a esa presencia. Una posición que afecta al derecho a la libertad de conciencia religiosa del art. 16 de la CE.

El primer asunto puede ejemplificarse con el caso del anuncio del partido político VOX en las recientes elecciones madrileñas, en las que afirmaba sin más comentario que la manutención de los MENA en la Comunidad costaba más que la asistencia a la dependencia de los ciudadanos. O, más lejanamente en el tiempo, en aquel autobús que una Asociación quería hacer transitar cerca de los colegios con la afirmación en su lateral de que los niños tienen pene y las niñas clítoris porque así es la naturaleza y lo contrario es un engaño.  En ambos casos, se alzó un clamor en contra de los anuncios que exigía su retirada inmediata por tratarse de discursos odiosos y en menosprecio a los menores inmigrantes o a los transexuales, e incluso las instituciones públicas, desde el Ayuntamiento a la Fiscalía, intervinieron para ello. Meses después, sin embargo, los Juzgados competentes consideraron que no existía atisbo de delito de odio en los anuncios y los declararon protegidos por la libertad de expresión. Más allá del caso o casos concretos, esos clamores y esa pronta intervención de las fiscalías denotan que existe hoy entre nosotros una notable confusión y consiguiente inseguridad de la opinión acerca de -lo que es lícito decir-, o enunciado a la inversa de -lo que está prohibido decir-, sobre una amplia gama de asuntos que tienen que ver con colectivos sociales característicos y vulnerables. Y no parece muy normal que en una democracia abierta y pluralista como la española exista una inseguridad o duda tan notoria sobre el alcance de la libertad de expresión. Mas bien se trata de una situación anormal.

El segundo aspecto se ejemplifica bien en la decisión de hace semanas del Consejo Escolar de un Colegio público de Laudio en el sentido de prohibir la exhibición en su exterior de un BELEN construido en madera tradicionalmente por algunos de los alumnos, por entender que tal exhibición violaba el principio de laicidad o neutralidad del espacio público en materia religiosa. Es un caso concreto que enlaza con los ya más tradicionales de -el crucifijo en el aula- resueltos por los tribunales españoles, alemanes y europeos. O con la cuestión de la presencia del velo islámico exhibido por mujeres en espacios públicos -en sentido amplio-, que sigue haciendo correr ríos de tinta de lo más variopintos. En cualquier caso, se trata de una decisión, la del Consejo escolar laudiotarra, que conlleva en sí misma una muy concreta y particular valoración de la laicidad o neutralidad religiosa del espacio público, que puede muy bien cuestionarse en su acierto a la vista del tratamiento que da la CE a la religión en España.

Estas son las cuestiones que he elegido para tratar y enseguida voy con ellas. Pero antes, permítanme un par de notas previas para explicar mi discurso

Lo primero que quiero establecer es que estamos en todo caso hablando del ejercicio de derechos fundamentales, bien el de expresión bien el de libertad religiosa positiva o negativa, y no de cuestiones genéricamente sociales o políticas. Y ello hace, en primer lugar, que el enfoque que se les da a estas cuestiones no pueda dejar en ningún momento el punto de vista jurídico estricto. No se trata de una opción derivada de mi formación como jurista, sino de algo más serio en el terreno de las ideas. En concreto de la circunstancia de que cuando se habla de derechos personales no hay mucho lugar para seguir hablando de -tolerancia-. Y es que, en el discurso público dominante hoy en día, en cuanto se habla de prácticas atientes a la libertad de expresión o a la libertad de manifestación pública de la religión de cada cual, comparece raudo el término de -tolerancia-, pues se supone que una correcta intelección de lo que la tolerancia como virtud demanda en cada caso nos permitiría resolver la ecuación que plantean esas prácticas. De manera que la solución dependería de que los poderes públicos fueran en cada caso más o menos tolerantes ante las conductas individuales de minorías que practican conductas desviadas de los cánones socialmente más implantados.

Pues no es así. Tolerar es condescender y permitir algo que legítimamente se podría impedir. Por definición misma, quien tolera puede también no tolerar, es su opción de conducta. Por eso en la tolerancia ha habido siempre un fondo de condescendencia, como señaló Kant. Pues bien, cuando hablamos de derechos -y fundamentales- no hay lugar para pensar en la tolerancia. Quien tiene un derecho a hablar, o un derecho a expresar su religión o creencia, no es -tolerado- en ningún sentido. Tiene derecho y basta.

La tolerancia fue un útil escalón que propició la implantación de los derechos individuales en su genealogía histórica. La tolerancia precedió e hizo posible la libertad en las sociedades occidentales. Pero una vez llegados a la era de los derechos, la tolerancia tiene ya poco juego como virtud práctica. Como mucho, sigue jugando un papel en el terreno de los valores sociales, pues cuanto más tolerante sea una sociedad menos le costará admitir el ejercicio de los derechos por las minorías o por los individuos raros. Menos discursos intolerantes se producirán ante el cacofónico pluralismo cultural y religioso. Cierto. Pero el derecho de esas minorías o esos yoes raros no depende para nada del clima de tolerancia o intolerancia. Es un derecho.

Segunda nota previa. En este tipo de cuestiones, creo yo, y aunque sea de una manera lejana e indirecta, hay implicada en el fondo una preconcepción filosófica o política de lo que son y para qué son los derechos individuales básicos de libertad. Porque para la filosofía política liberal estricta, las libertades individuales son ante todo y sobre todo -defensas- del individuo ante la sociedad, son derechos negativos, son si se quiere -libertades egoístas-. El punto de vista dominante es ante todo el de que los derechos constitucionales liberales están preordenados a la protección de la persona aislada frente al colectivo, frente a la sociedad. Mientras que para una filosofía política más republicana se trata de derechos de protección individual, sí, pero ordenados también a la consecución de una sociedad más valiosa o virtuosa. Hay una perspectiva social o democrática en la defensa de estos derechos, pues se defienden en tanto en cuanto su ejercicio enriquezca la calidad del ámbito público. Calidad del ámbito público que puede consistir en una opinión pública bien formada a través de aportaciones positivas. O una moral cohesiva como sustento de lo público. O bien en un Estado limpiamente neutral y laico y sin concesiones a los individuos metafísicos -Habermas dixit- que pululan en la sociedad.

Son opciones emparentadas con la cultura política de cada cual, sea ésta más liberal o más republicana, y ambas son defendibles desde luego. Pero yo confieso y quiero dejar claro desde el principio que mi opción es la liberal más clásica y ello seguramente generará un cierto grado de disentimiento entre el público al tratar de cuestiones concretas, porque es constatable que en la opinión actual predomina una concepción democrática o republicana de las libertades. Es mucho más políticamente correcta, en pocas palabras, y por algo lo será.

Dicho lo cual, vayamos a los temas elegidos

LO QUE SUFRE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN EN LA LUCHA CONTRA EL “DISCURSO DEL ODIO” /” NEGACIONISMO”

Algunos de los nubarrones actuales que se ciernen sobre la libertad de expresión, y de los cuales voy a tratar, tienen que ver con la lucha contra el llamado “discurso del odio”, ese tipo de discurso público aborrecible que se ha extendido en nuestras sociedades actuales, cada vez más constitutivamente diversas, y que consiste en la expresión por parte de algunos de ideas o sentimientos de hostilidad, antipatía, menosprecio o discriminación contra los integrantes de ciertos grupos humanos minoritarios caracterizados por rasgos raciales, étnicos o sexuales. Además, se trata de discursos que cuando menos pueden generar en la esfera pública un clima hostil contra esos grupos o las personas que los integran, y cuando más pueden provocar actos violentos contra ellos.

Esto es una caracterización del “hate speech” muy vaga (luego hablaremos más  de qué tipo de expresiones son las que incluye, cuáles los grupos y sus marcadores, que es un “clima”, etc.), pero lo que interesa desde ahora subrayar es que la legislación española desde 2015 (fecha en la que se promulgó la última reforma del CP, art. 510) se caracteriza por haber establecido de forma maximalista una ecuación o identificación inquietante: la de que discurso de odio es igual a delito de odio”, o dicho de otra manera, que toda forma de discurso de odio o fóbico está penalmente castigada.

Muchos autores y tribunales consideran que esta equiparación es una profunda equivocación en el plano de la política a seguir contra ese tipo de discurso, y sobre todo, la contemplan como un tratamiento inconstitucional porque supone ampliar indiscriminadamente el campo de lo que está reprimido por sanciones penales y, sobre todo, supone restringir indebidamente un derecho, el de la libertad de expresión, que tiene rango de derecho fundamental y que no puede limitarse por el legislador ordinario sino es para defender bienes constitucionales de rango equivalente. Lo recojo del constitucionalista Germán Teruel: “La necesidad de enfrentarse a este tipo de discursos del odio ha mostrado una preocupante tendencia restrictiva de la libertad de expresión” (2018). Porque en la práctica, la penalización indiscriminada y genérica de este castigo al odio genera un “efecto disuasorio” sobre el ejercicio de la libertad de hablar en temas conflictivos. Trae consigo una especie de -retraimiento- a la hora de hablar en público de según qué cosas y según que grupos. Y esto es inadmisible.

¡Está usted defendiendo entonces los discursos de odio, está usted justificándolos o aprobándolos! me preguntará alguno de ustedes. Evidentemente no. No se trata de justificar ni condescender ante el discurso del odio que es reprobable en todo caso; sino de opinar que la mejor defensa contra este tipo de discurso es, precisamente, la de crear en el público más y mejores discursos que los contrapesen y derroten, no la de perseguir penalmente siempre a sus autores. Primero porque esa persecución penal atenta al derecho a la libertad de expresión en muchos casos. Y segundo, porque como señala Timothy Garton Ash, además no sirve sino para crear “héroes o mártires de la libertad” donde no hay sino unos agitadores homófobos o racistas.

Lo mismo está sucediendo con las políticas de la memoria, y dentro de ellas con el llamado “negacionismo”, es decir, la expresión de que ciertos hechos genocidas o violentos no ocurrieron realmente en la historia o pueden ser explicados o justificados (el caso paradigmático es el Holocausto). Se ha transitado muy rápidamente en algunas sociedades europeas desde un inicial rechazo indignado a ese negacionismo y a los motivos que suelen inspirarlo, una tarea que era eminentemente de naturaleza dialéctica o propagandista, al marco actual en España que lleva a encarcelar o multar a quienes lo sostengan.

Un marco penal que además va siendo ampliado de manera incesante. Ahí está en el Congreso la nueva Ley de Memoria Democrática que va a sancionar con penas de prisión la justificación pública o defensa del franquismo, fuera éste conceptuado como genocidio o no.

Todo esto junto, y unido a los desarrollos legislativos en materias más o menos relacionadas como las relaciones de género o los enfoques LGTBI, muestra una progresiva hipermoralización del espacio público y social con un alcance que asemeja un nuevo puritanismo. La sociedad europea, después de decenios de liberación y casi liberismo en temas de expresión personal, ha entrado en una nueva fase en que se intenta someter a la opinión a pautas morales muy estrictas (por mucho que sea en asuntos muy diversos de los que ocuparon hace años a la moral tradicional y por mucho que las nuevas pautas no se parezcan nada a las tradicionales), y es característico de ella el uso que hace del Derecho Penal como instrumento moralizador.

Profundicemos en el tratamiento del discurso del odio o el negacionismo. Y les propongo verlo desde una perspectiva territorial.

En Estados Unidos de América, cuya Primera Enmienda a la Constitución, es el padre fundador de la libertad de palabra, se privilegia conscientemente por los tribunales el derecho del pueblo a expresarse con total libertad con las mínimas limitaciones (el libelo o el generar un riesgo serio e inminente de daños). El Gobierno debe respetar neutral y abstencionistamente el juego del “libre mercado de las ideas”, pues es éste el que determinará al final la verdad del contenido de cada una de ellas. No se trata, conviene señalarlo, de que el sistema jurídico USA rechace por principio los límites a la libertad de expresión, sino que rechaza los límites no impuestos o aceptados por la sociedad misma sino desde su exterior, desde el poder público (los provenientes del gobierno) y fomenta que sea la misma sociedad y las personas las que se autoimpongan esos límites de manera voluntaria.

En cambio, en las llamadas “democracias militantes” (también llamadas “intransigentes”) (la alemana es paradigmática) y entre ellas la del Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 y el TEDH, el Estado está comprometido activamente en el control del discurso público porque es garante de la calidad del debate público, aunque ello exija expulsar cierto tipo de discursos del mercado: no sólo aquellos que atacan a la dignidad u honor de otra persona, sino también los que atacan la sana convivencia democrática, o el orden público o, incluso, la moral social (art 10 CEDH o art. 20.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966). Aquí es comprensible e incluso obligado que ciertos discursos públicos queden por su propio contenido excluidos del ámbito de libertad de expresión. Y para ello puede usarse el Derecho Penal.

En USA el pilar central lo ocupa la libertad de la persona. En Europa su dignidad.

¿Y dónde estamos en España? Pues estamos en un régimen constitucional que puede definirse a estos efectos y en principio (y hasta ahora) como abierto y personalista. En cierto sentido, estamos a caballo entre USA y Europa.

Desde luego, la nuestra no es una democracia militante que exija la adhesión positiva a sus valores y pueda excluir del ámbito público la expresión de ideas o discursos contrarios a esos valores. La Constitución muestra una clara preferencia por sus valores esenciales, pero éstos no actúan como límites a los derechos fundamentales de manera que cabe perfectamente propugnar públicamente otros valores, incluso los opuestos. Lo ha establecido en vía de principio el Tribunal Constitucional: “las ideas, opiniones y doctrinas contrarias a la esencia misma de la Constitución, por desagradables e hirientes que resulten, están incluidas en la protección de la libertad de expresión”. Por eso, de manera valiente dado el sesgo dominante en Europa en ese punto concreto, el Tribunal declaró en 1991 que la negación o cuestionamiento del Holocausto y de la actuación nazi, por muy reprobable que fuera, estaba amparada por la libertad de expresión. “La circulación pública de ideas o doctrinas no puede estar sujeta a controles por parte de los poderes públicos” (2007): la nuestra es por ello una “democracia abierta”.

Naturalmente, la libertad de expresión tiene sus límites, como toda libertad. Pero esos límites están trazados con la misma idea personalista que fundamenta esa libertad. Es decir, que si es la dignidad de la persona individual la que funda su libertad, es correlativamente el daño a la dignidad de otra persona individual su límite: un daño o la amenaza seria de un daño, a su honor, su intimidad, su dignidad o su seguridad. Persona individual, digo. Pero no existe una supuesta “función social” de la libertad de expresión que le sirva de límite (como sucede por ejemplo con derechos no fundamentales como el de propiedad).

Además, por último, es importante señalar que, en el sistema constitucional español, a diferencia del norteamericano, el Estado no tiene por qué ser neutral o abstencionista. Todo lo contrario, ostenta un papel activo (art. 9) para remover cuantos obstáculos existan que impidan el ejercicio efectivo de la libertad por cualquier individuo y para estimular aquellos discursos que promuevan los valores constitucionales y la formación de una adecuada opinión pública libre. El Estado constitucional es intervencionista, pero no de cualquier forma: no puede intervenir coartando directamente la libertad de expresión mediante sanciones penales o administrativas. Puede promover discursos alternativos, pero no puede impedir los desagradables. No puede usar del Derecho Penal o Administrativo Sancionador para mejorar la calidad de la opinión pública.

Como es casi obligado, resulta que, en la práctica de casos contextuales sometidos a su decisión, el Tribunal Constitucional ha incurrido en contradicciones, y por eso ha sido corregido en ocasiones por el Tribunal Europeo: el caso de la disidencia política estridente de Otegi (“el jefe de los torturadores”), de la quema pública de retratos reales, o del ataque a otros símbolos nacionales, son todos ellos ejemplos de contradicciones. Hay una serie de preceptos en el Código Penal referentes a la protección de símbolos nacionales, la realeza o los sentimientos religiosos, que son contradictorios con la doctrina constitucional.

Pero la que se nos viene encima con el discurso del odio va a superarlo todo. Para intuirlo basta con escuchar esa enfebrecida opinión de los medios y las redes que clama airada “¡delito de odio!” en cuanto escucha o presencia manifestaciones de opiniones odiosas o similares, y exige de inmediato que el poder intervenga y reprima/castigue. De manera que se ha creado un clima de inseguridad en la que muchos no saben ya muy bien donde están los límites entre lo lícito y lo punible cuando se dice en público algo que roza la homofobia, el sexo, o la historia de ciertas historias.

DISCURSO DE ODIO IGUAL A DELITO DE ODIO: EL ART. 510 DEL CODIGO PENAL 2015.

El art. 510 CP, aprobado parlamentariamente en 2015, reúne hoy el tratamiento completo de dos fenómenos que son diversos pero emparentados en su intención sancionadora: el del delito de odio y el del delito de negacionismo, hasta entonces separados (arts. 510 y 607 CP 1995): Pretende también recoger la jurisprudencia sentada por el Pleno del Tribunal Constitucional 07/11/2007 sobre el negacionismo, así como la Decisión Marco Europea 2008/913  que exige a los Estados miembros el castigo de  una serie de conductas relacionadas con delitos xenófobos o racistas y en concreto “la incitación pública a la violencia o al odio dirigidos contra un grupo de personas o un miembro de tal grupo definido en relación con la raza, el color, la religión, la ascendencia o el origen nacional o étnico” y de la “apología pública, la negación o la trivialización flagrantes” de los crímenes de genocidio, contra la humanidad, o de guerra”.

El citado art. 510 ha sido calificado como un verdadero “engendro jurídico”, tanto en su redacción (que es torturada y repetitiva hasta rozar la incomprensibilidad) como en su contenido, que muchos juristas han denunciado como plagado de extremos inconstitucionales.

No voy a intentar su exposición completa, sino que me voy a limitar a señalar los puntos concretos más conflictivos en su colisión con la libertad de expresión, a la que limita de una manera que no es compatible con el derecho constitucional de libertad, ni es tampoco suficientemente taxativa.

Dicho en términos coloquiales, puede afirmarse que la filosofía de la reforma legal es: “todo lo que pueda calificarse como más o menos “discurso de odio” o “negacionismo” constituye en España “delito de odio” castigado con la cárcel. De las varias posibilidades que ofrece la Directiva Europea, el legislador español ha optado siempre por la que conlleva mayor ámbito de punición.

Así, se castiga como delito de odio con hasta cuatro años de prisión:

“..difundir, fomentar, promover o incitar directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquel, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o incapacidad” (510.1.a).

Una formulación textualmente muy vaga y borrosa que suscita las siguientes críticas:

  • “Fomentar, promover o incitar directa o indirectamente al odio, la hostilidad, discriminación o violencia”. El odio es un sentimiento que no está prohibido ni castigado, es un sentimiento plenamente legítimo. Pues bien, incitar o promover a algo que es legítimo no puede ser delito, así de sencillo. Lo mismo vale para la hostilidad. Y en parte para la discriminación, que depende del caso concreto de que se trate y de su explicación.
  • “Contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquel”. Sólo las personas individuales y su derecho personal al honor, la dignidad o la seguridad pueden funcionar como límite de la libertad de expresión en una democracia personalista. Los grupos, como colectivos anónimos, no son titulares de dignidad u honor. Pero es que, además, la norma española ha prescindido de una exigencia común en Europa para castigar el odio a grupos, la de que se trate de grupos o colectivos “especialmente vulnerables” (según el contexto empírico e histórico existente en cada sociedad). Al no exigir esta condición, el delito de odio se banaliza, pues la hostilidad pública contra un grupo político sería teóricamente delito y las campañas de opinión y electorales estarían así plagadas de constantes delitos.
  • “Por motivos racistas, antisemitas, u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, etnia, raza o nación, sexo, orientación o identidad sexual, género, enfermedad o discapacidad. Ningún Estado en Europa hizo una lista tan larga y exhaustiva, sólo faltan en ella -se ha señalado irónicamente- la edad y el peso corporal. Además, aunque suene a broma, la referencia a la ideología y la no exigencia de especial vulnerabilidad en el grupo-diana convierte en delito de odio, por ejemplo, “la incitación al odio o la hostilidad contra los componentes del partido nazi” (lo recoge la fiscalía general del Estado al comentar la norma). Hay una ausencia clamorosa de criterio en cuanto a lo que es punible.
  • Negar públicamente el genocidio judío (o cualquier otro) era una conducta amparada por la libertad de expresión según el Tribunal Constitucional. Por ello, el legislador ha añadido un criterio adicional a la negativa misma para poder incriminarla. Así:

Públicamente negar, trivializar gravemente o enaltecer los delitos de genocidio, de lesa humanidad o de guerra … cuando de este modo se promueva o favorezca un clima de violencia, hostilidad, odio o discriminación contra el grupo”.

Doble crítica: A) no se exige como autorizaba la Decisión Marco que sólo fueran considerados genocidios los sentenciados en firme como tales por un tribunal competente o internacional. Aquí será cada Juzgado que conozca del supuesto delito de negación el que determine qué fue un genocidio en concreto, con el riesgo de arbitrariedad ideológica consiguiente B) Más importante: resulta inaceptable por insuficiente y vago el requisito de que la negación promueva o favorezca “un clima de violencia, hostilidad, odio o discriminación contra los mismos”. Aunque todo depende al final del contexto real (no es lo mismo crear un clima racista en USA o en España como posibilidad efectiva de daños) el criterio válido para limitar la libertad es el de crear “un peligro cierto de generar un clima de violencia u hostilidad que pueda concretarse con alta probabilidad en actos específicos”. No basta con un abstracto y vago “clima” que obliga al juez a llevar a cabo especulaciones sociopolíticas arriesgadas y subjetivas para intentar precisarlo.

Por último, entramos en terreno más razonablemente aproximado a los valores constitucionales cuando se castigan las acciones que entrañen la humillación, menosprecio o descrédito de personas integrantes de algún grupo característico (510.2.a). Sólo el honor, dignidad o seguridad de las personas físicas son valores constitucionales cuya agresión puede justificar la limitación de otra libertad personal como la de expresión. Pero tiene que existir un ánimo directo de causar la humillación, no basta con que ésta sea percibida como tal por algunos. Es por eso por lo que el gobierno, en nuevos proyectos para sancionar el negacionismo “franquista” (Ley de Memoria Democrática) ha incluido en el tipo delictivo el requisito de que la negación o justificación del pasado humille a las víctimas. Aunque este es un punto que dará todavía mucho juego en el parlamento. Ya lo verán.

En cualquier caso, se ha señalado por buena doctrina que el conjunto de la reforma de 2015 ha terminado empeorando incluso la situación anterior desde el punto de vista de la protección de la libertad de expresión y provoca un efecto disuasorio sobre ésta, dados los déficits de taxatividad y concreción de sus preceptos, que permiten la amenaza de incoación de procedimientos judiciales de tipo criminal ante conductas que cualquier grupo de opinión considere desagradables.

LA PRESENCIA DE LA SIMBOLOGIA RELIGIOSA EN EL ÁMBITO PUBLICO.

Me voy a limitar a señalar una serie de puntos de reflexión sobre este segundo aspecto de mi intervención, porque me temo que estoy haciéndola un poco demasiado densa y cansada de escuchar para ustedes.

La cuestión de fondo es la de hasta qué punto son admisibles los símbolos religiosos en la esfera pública de un Estado democrático moderno en el que, como no puede ser menos, religión y gobierno están separados por un alto muro. Y es importante señalar que parece que asistimos hoy al auge social y político de una postura muy laicista en esta cuestión, que abomina de la sola idea de que los símbolos religiosos puedan comparecer en la esfera pública estricta, es decir, en los espacios de titularidad estatal y dedicados a funciones públicas como la administración o la enseñanza.

Se trata de la cuestión del -crucifijo en el aula- o, en el caso más doméstico antes señalado, del -Belén en el jardín de la escuela-.

Señalemos al respecto una serie de cuestiones.

Primera, que el modelo constitucional español en materia de relación entre Estado y religiones no es el de la neutralidad o laicidad estricta -tipo francés-, sino el de la cooperación del Estado con la sociedad en el mantenimiento de creencias religiosas si así lo demanda ésta. En nuestro modelo de relación no está excluido en absoluto que el Estado preste su apoyo y sus espacios para la práctica de las religiones -siempre con un estricto respeto a la igualdad de trato-, por lo que el uso para fines religiosos de espacios y tiempos públicos no está excluido del sistema, sino en principio es una posibilidad abierta al legislador ordinario o la Administración. Es ésta la que debe concretar en cada momento el grado de cooperación que se va a prestar, sin más límite que el de que en ningún caso las funciones públicas -no el espacio como tal- deben ser contaminadas por la religión.

Vamos, que prestar un jardín de una escuela pública para instalar un belén no es algo excluido a priori por ningún principio constitucional español. Se puede prestar o no, y eso es una decisión de la Autoridad competente.

Ahora bien, existe un segundo límite bastante obvio para esta posible presencia de los símbolos religiosos en el espacio público, y es el de la libertad religiosa negativa de los otros ciudadanos. Es decir, el derecho de todo ciudadano a no ser expuesto en el ámbito público a la presencia de símbolos que tengan una carga religiosa concreta y puedan suponer una agresión para su libertad negativa de no-creencia.  Este es un derecho tan básico como el de la libertad de creencia en sentido positivo.

Ahora bien, conviene reflexionar con un poco más de profundidad sobre este derecho a la no imposición de los ciudadanos no religiosos, o de los ciudadanos de otra religión. Y la reflexión se dirige señaladamente a la concreción adecuada de lo que se entiende por símbolos religiosos y de su capacidad de agresión a los ciudadanos laicistas.

En materia de simbología -un terreno sin duda fértil para la investigación- se ha señalado con autoridad que no todo símbolo religioso tiene la misma capacidad de impacto sobre la sensibilidad o la mente del espectador. Que no es lo mismo, por poner un ejemplo, una cruz que un crucifijo -lo decían los tribunales alemanes y el TEDH-. Pues el segundo incorpora una representación plástica y humana mucho más concreta y directa que la primera, de manera que el grado de afectación del ciudadano o niño que lo contempla como parte de una decoración no es el mismo. Las cruces en la esfera pública -en Europa- están casi normalizadas y asumidas como símbolos no agresivos o banales, puramente tradicionales -banderas, escudos, heráldica, etc.-.

No sé hasta qué punto esta reflexión no nos valdría también para el caso del Belén laudiotarra. Es perfectamente defendible que la simbología del Nacimiento cristiano está hoy en día tan banalizada y comercializada que dudosamente puede considerarse todavía como un símbolo de afirmación cristiana particular y activo que resulte impositivo o perturbador para un espectador laico.

Y luego está el contexto, como de nuevo han señalado los Tribunales. El contexto hace referencia a lugares, presencias, tiempos e intensidad de la imposición simbólica. Porque lo importante es concretar qué grado de -agresión- sufre el espectador pasivo ante la presencia del símbolo, y ello depende del lugar donde se encuentre, la necesidad o voluntariedad de ese espacio público -un jardín no es un aula-, el tiempo de exposición, su frecuencia, etc.

Ahora bien, si estas son reflexiones útiles para la que podríamos llamar -forma pasiva del símbolo-, otra cosa sucede cuando se trata del derecho positivo de las personas a exhibir sobre su propia corporeidad elementos simbólicos de su creencia religiosa. Y es que, en este caso, la determinación de si se trata o no de símbolos protegidos por la libertad religiosa positiva depende fundamentalmente no de una valoración social objetiva sino de la valoración subjetiva del portador del símbolo, siempre que ésta tenga una mínima coherencia y sentido. —Es un símbolo religioso aquello que su portador dice razonablemente que lo es–. Y está amparado por la libertad de expresión de creencias religiosas, con el único límite del orden público que puede exigir en ciertos casos despojarse del símbolo por razones de seguridad.

Un orden público, todo hay que decirlo, que no es simplemente la incomodidad cultural ante la presencia de otra persona enmascarada. Tampoco es un paternalismo subyacente que considere que ciertos símbolos son expresión de una opresión de género por mucho que la portadora del mismo lo adopte voluntariamente. Esto es tratar a las personas como menores de edad incapaces de determinar su propia opción, precisamente lo que se dice combatir al prohibir ese tipo de símbolos. El orden público son las exigencias objetivas conectadas a la seguridad ciudadana. Y nada más.

Y hasta aquí llegan las opiniones que quería compartir con ustedes. Gracias por su paciencia.

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